jueves, 13 de agosto de 2009

Lynch o el deseo de posesión…




Nunca me he considerado fan de un director cinematográfico en específico, creo que como en la vida siempre hay cosas que nos salen bien y otras que preferimos simplemente pasar de largo sin prestarles mayor atención. Esto me ocurre con varios directores desde Mike Nichols hasta Fellini, pasando por Bergman, Chaplin, Kubrick, Kurosawa y Buñuel. Y es que creo que el sentido de propiedad (como lo mencionó Natalia) es el inicio de las discusiones bizantinas y de las grandes vergüenzas de la historia humana… Lo digo sin ninguna pretensión izquierdosa o de emancipación existencial. Así somos, estamos entregados a la necesidad de poseer porque así funciona el mundo –mientras más posee uno, cree tener más poder –.
Así pues, me enfocó al tema de hoy después de una mudanza, abandonado por el cable e internet y con muchas cajas que desempacar… ahora prefiero ignorarlas.
Extrañas imágenes sobrepuestas de una mujer en éxtasis y un elefante mientras el bramido del segundo se confunde con la expresión de terror de la primera, blanco y negro… Se adivina la intención de plasmar un sueño, imágenes sin sentido literal, pero significativas ante el título del film de principios de los años setenta The elephant man. Desde este punto se adivina la genialidad del director, el único referente es el título de la película, y las primeras imágenes ya comienzan a develar puntos álgidos, invitándonos al morbo… El primer impulso es querer VER al hombre elefante, con un guiño muy especial, Lynch se burla de nosotros, estamos en un circo a finales del siglo XIX en los barrios bajos de Londres, Anthony Hopkins nos guía dentro del pabellón de fenómenos, cruzando todas las puertas que explícitamente nos anuncian “no entrar”, Hopkins deja de ser el personaje (el renombrado doctor Frederick Treeves) para volverse uno con nosotros. Con ansiedad morbosa queremos conocer al hombre elefante… Lynch no nos deja. Sera hasta el tercer intento que veremos, a contraluz, la silueta del monstruo.
Pero, ¿qué es realmente conocer a alguien? Con la más fina interpretación del personaje Víctor Huguesco, Lynch nos muestra que ver al hombre elefante no es suficiente para definirlo, adentrarnos en el alma humana es tal vez una de las mayores recompensas y también una de las más difíciles empresas en lo que a relaciones humanas se refiere. John Merrick (el nombre cristiano del hombre elefante) se convierte de monstruo en ángel con sólo recitar el salmo 23 y al llorar porque “nunca una mujer tan hermosa me había tratado bien.”
El hombre elefante está a la vista. Y la respuesta es abrumadora y al mismo tiempo comprensible, ¿quién no intenta poseer al fenómeno? La problemática de la otredad, no con un sentido de repulsión o rechazo, sino de posesión. El dueño del circo lo quería para ganar dinero explotando el morbo por su condición, el médico (Hopkins) quiere poseerlo para ayudarlo, el velador del hospital también quiere lucrar con su apariencia, en una de las escenas más crudas que recuerdo haber visto en mi vida. La lógica que no responde a intereses o deseos, plantea que la cuestión de la otredad no es sólo el rechazo – que es más bien analizado como una respuesta primaria – sino que aquello que nos resulta extraño lo queremos poseer, domesticar, hacerlo nuestro pero sin elevarlo al grado de semejante. La dignidad humana prevalece con una frase simple y predecible, (pero el problema no es qué se dice sino cómo se dice) “¡I’m not an elephant! ¡I’m not an animal! ¡I’m a human bean! ¡I’m… a man!”
David Lynch brinda una enorme lección de la dignidad humana y retomando el punto inicial sobre cómo el sentido de pertenencia es lo que desata las más triviales discusiones y los más serios problemas de nuestra condición. ¿Por qué tenemos que obligar al “otro” a decir nuestras palabras? ¿Por qué creemos que sin nuestro juicio definitivo el “otro” queda desamparado?
No quiero poseer a Lynch y toda su obra, de la cual, dicho sea de paso, creo que todas se defienden solas y que, a mi subjetivo parecer, sólo dos filmes son brillantes (de los que he visto), al punto de conducirme a las lagrimas (The elephant man y A simple history). No es que uno niegue lo avasallador de otras de sus propuestas como Mulholland drive, El lado oscuro del camino, Salvaje de corazón o Terciopelo azul; pero es que Lynch en verdad son dos, el de las historias lineales (sencillas) y el de las obras conceptuales, experimentales o como “madres” uno quiera llamarlas. Una de las leyendas urbanas generadas a partir de este director fue que A simple history fue una película hecha por capricho, porque algunos críticos (los más feroces poseedores del conocimiento y del destino de cualquier autor en cualquier expresión artística) dijeron que Lynch no podía contar “una historia sencilla” porque estaba obsesionado por rebuscar y desfragmentar sus historias en pos de “parecer” un director de culto (mientras más raro e incomprensible uno se convierte en parte de círculos más “selectos”, por no decir de círculos raros e incomprensibles).
¿No somos nosotros los que damos la categoría de hombre elefante a todo aquello que nos parece distinto e inalcanzable? ¿No es el sentido de pertenencia una manera de deformar el objeto para poderlo subordinar a nuestro entendimiento? ¿No son las palabras de Merrick un llamado que invita a conocer más que a juzgar?
Así las cosas, así funcionamos en función del funcionamiento…